martes, 27 de octubre de 2015

EL COLOR DE LA TRISTEZA.



Una mariposa se cuela por la ventana, ella hace que se dibuje la única sonrisa del día…


Me pregunto, ¿qué color tiene la tristeza? Se diría que la aflicción  no tiene color, en todo caso, sí una emoción que tiñe de oscuro los pasajes cotidianos, hace más pequeña la sonrisa, y, entre otras cosas, resta brillo a la mirada cuando se pierde en un rincón de la memoria queriendo rescatar imágenes que abracen con la propia evocación aquello perdido. Una ausencia sin retorno, la imposibilidad de acceder a una moviola para repetir más veces cuanto queremos, agradecemos y amamos, todo eso termina generando el pensamiento best seller de cualquier mortal; el extraños y desgarrador sentimiento de que “nunca fue suficiente”…

Ya no quedan mujeres sabias en mi familia, todas han partido. La última gran mujer, se elevó con la satisfacción de por fin haber sido escuchada sus súplicas a un Dios que ella creía sordo y despistado con sus deseos. Le solía decir, que por alguna razón que ella no llegaba a comprender, era importante su presencia, sus palabras, sus afectos y sus besos.

No todos la valoraron, la cuidaron y mimaron como se merecía. Decidieron por ella mirando para los rincones de la indiferencia depositando allí, lo que su mirada gritaba y pedía…Y, como algo olvidado, la dejaron en un desván de silencios…

Casi cincuenta años de viudedad y la pérdida temprana de su hija, la envolvieron en un luto aplastante que jamás la abandonó llevándola a vivir de puntillas los anónimos capítulos subrayados de su propia historia. Renunció a sentir otra piel como mujer, a reir a carcajadas los tropiezos que rompen lo inesperado, a mojarse bajo la tempestad de un nuevo amor, a disfrutar la vida como cualquier otro ser humano. En definitiva, nunca su lealtad fue premiada a la altura de su entrega para con los suyos.

Eran cinco hermanas y un hermano. Ella, era la mayor, la primera en nacer y la ultima en abandonar un navío que jamás pidió navegar. Hacía mucho que deseaba pasar el testigo de dirigir una ruta donde la desidia, la pena y la frustración, se convirtieron en fieles compañeros.

Cuando la visitaba, se iluminaba su rostro, y sus hermosos ojos verdes brillaban de una forma especial, enseguida, sus ancianas manos, hermosas aun, cuidadas y delicadas, apresaban las mías con pequeños actos de renuncia para sacer del bolsillo de su rebeca negra, un pañuelo de tela blanco y secarse la lagrima que bajaba por su rostro, ¡en absoluto era la amargura! solo eran aquellas que los años se colocan en el lagrimal para embellecer la mirada.

A sus ochenta y siete años, poseía una mente prodigiosa. Ninguna laguna en su memoria se apoderó de ella. Era el árbol genealógico que puso nombre a aquellos desconocidos para las generaciones posteriores, matizó con humor los anacrónicos pasajes de una vida simple y humilde marcada por la pobreza y el miedo, sacó su carácter a pasear tantas veces quiso y con él, la fuerza de una generación olvidada…

Me guardo para mí millones de risas, confidencias, pensamientos y atrevimientos compartidos a su lado. Desde algún lugar de cielo, me seguirá aconsejando lo que desde niña me decía. “conviértete en aquello que deseas ser”, ahora, ella sabe que soy aquello que de pequeña le decía bajito que algún día seria…

Un sentimiento de orfandad se ha pegado a mi piel, es melancólico y conocido. Ajena a los ruidos de la vida que oigo fuera, me molestan como usurpadores de mi anhelo de estar en el único refugio en que hoy me siento segura, en el recuerdo.

Una mariposa se cuela por la ventana, ella hace que se dibuje la única sonrisa del día…

El desamparo que nos produce la perdida de alguien a quien amamos, nos viene a recordar el destino que todos tenemos.  No es la muerte la que nos acecha, más bien, nosotros a ella, pues desde que nacemos, no dejamos de pensar o hablar sobre su visita en el ocaso de nuestra vida…

Mi querida tía madre, la ausencia de muchas palabras no escritas en este texto, te las susurré al oído…

Te quiero…